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Ana y su Rosa Quintana

[En el capítulo anterior: Grom el Único y su inseparable ayudante Sparky viajan a Ciudad Gato para concretar una serie de proyectos; nada más llegar, una plaga de langostas mutantes intentan convencerles para que se hagan socios del Sevilla C. de F. Por suerte, un intento de golpe de Estado por parte de Tony Genil y el fantasma de Joaquín Prats les permite escapar en una oveja voladora…]

Capítulo segundo: Treinta metros bajo tierra. Uniendo lazos ardientes. Fast Food, Kill! Kill!.  «Oh, Díos mío, entonces McKennan no pudo ser el asesino!» 

En el capítulo anterior, habíamos dejado a los estimados Señor Insustancial y Miss Kiddo en la cervecería «Santa Ana», dando buena cuenta de los productos de la casa en forma de jarra fresquita. Y aunque la compañía era extremadamente agradable (no como Telefónica), Sparky yo aún sufríamos el cansacio después del concierto «Opus XI para cama estrecha y puerta batiente». Como pudimos, nos levantamos del suelo y nos despedimos de estos buenos amigos, con la esperanza y promesa de que en poco tiempo nos volveríamos a ver para seguir debatiendo acompañados de néctar de cebada (espero que no me hayan entendido mal y nos sigan esperando allí…).

Dado el tamaño de una ciudad como Madrid – que es mucho más grande que Madrigal de Villaconejos, por ejemplo -, es conveniente utilizar el medio de transporte conocido como «metro»; desconozco porqué se llama así si cada vagón es un porrón de largo; pero bueno, como soy de periferia (incluso dimensionalmente hablando), pues me callo.

Lo he pensado mejor, y creo que si me callara, el post iba a ser extremadamente corto, así que casi mejor sigo: el metro, como su nombre indica, circula por debajo de la superficie terrestre (no creo que sea necesario que les haga un croquis), y permite al viajero captar la esencia de ese gran crisol que es la capital hispana. Por cierto, he tenido que buscar en el diccionario qué significa la palabra «crisol» – es una manía que tengo, el utilizar términos de los que desconozco su significado, como «ecléctico», «deconstructivo» o «empanadilla de carne» -. «Crisol», en realidad, es un apócope de «Cristasol», un efectivo líquido limpiacristales cuya ingesta oral no se recomienda sin haber cenado. Por tanto, cuando se habla de «crisol» social, se quiere decir que Ciudad Gato es como una impoluta ventana que permite vislumbrar otras formas de vida (no sólo cultural y moralmente hablando, sino también físicamente: juraría que en la estación de Plaza Castilla nos cruzamos con un muchacho Klingon). Españoles, ingleses, sudamericanos, orientales,… todos se hallan hermanados bajo el manto metálico del metro con un objetivo común: empujar al resto de usuarios para conseguir un asiento libre. Tanto Sparky como yo tuvimos la impresión de estar participando en un gigantesco juego de «Quien fue a Sevilla, perdió su silla«; incluso mi orangutanesco ayudante sufrió en sus carnes tal avidez sentadil cuando, al incorporarse ligeramente para recoger del suelo un ojo de cristal que había allí tirado, un pantagruélico señor vestido con una camiseta de «Grúas Kierkegaard» interpretó que Sparky iba a abandonar el vagón y se lanzó cual orca de secano sobre el asiento. Tras doce minutos de intensas negociaciones – que incluyeron el utilizar a una jovencita gótica anoréxica como palanca para moverlo -, la foca se levantó, permitiendo a mi sufrido sirviente, que había adoptado el grosor de una bayeta, respirar algo del limpio y fresco aire subterráneo. Obviamente, el mastodóntico sujeto no hizo ni el menor amago de pedir disculpas… lo que nos justificó para lanzarle un dardo de curaré paralizante. Dos días más tarde, seguía en el andén de Cuatro Caminos, y la gente lo confundía con una estatua de Botero…

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«La Mona ¿Lisa?»

Llegados a casa del estimado Doctor Frusna,  y tras una opípara cena preparada por su encantadora esposa, nos dispusimos a recogernos – nunca mejor dicho, teniendo en cuenta el hueco que nos había reservado para dormir -, no sin antes echar el último pitillo del día. Por alguna extraña razón, tanto el Doctor como su mujercita son de la absurda creencia de que el tabaco es perjudicial para la salud y, lo que es más ridículo, que huele mal. No obstante, tanto por su generoso comportamiento a la hora de darnos alojamiento como por el hecho de que, si fumábamos en casa, nos hubiera amenazado con graparnos los ojos mientras dormíamos, decidimos salir a su coqueta terraza para dar rienda suelta a nuestras ansias pulmonares. La noche era plácida y silenciosa, la temperatura era estupenda y la quietud nocturna sólo se rompía por unas figuras que parecían zombies (luego me explicarían que en realidad eran barrenderos; porqué el Ayuntamiento contrata para labores de limpieza a muertos vivientes es algo que se me escapa con todo éxito). Finiquitado el cigarrillo, Sparky cometió la estupidez de arrojarlo por la ventana, cuando yo le he dicho en infinidad de ocasiones que lo que hay que hacer es tragárselo para no ensuciar; para nuestra desgracia, se dieron dos factores que, por separado no son preocupantes, pero que unidos son de una combinación letal: a) que justo debajo de la terraza de nuestros anfitriones había un coche cuyo capó estaba cubierto de hojas caídas a consecuencia del incipiente otoño; y b) que el coche pertenecía a unos narcotrafiantes mexicanos que vivían en el edificio de enfrente. El problema fue que, o las hojas de sauce en Madrid tienen un alto componente de queroseno, o Sparky fuma pitillos de napalm; a los pocos segundos de que el cigarrillo, describiendo una extraña parábola en línea recta, cayera sobre el capó del vehículo citado, éste comenzó a arder como si lo hubieramos rociado con el vodka que sirven en los cotillones de Fin de Año. Ni siquiera había desaparecido la inmesa bola de fuego cuando por la ventana de enfrente empezaron a aparecer una multitud de seres parecidos a los oompa-loompas que gritaban cosas como «Chinga tu madre», «Putos pendejos» o «Ah, Dioses, cuanto infortunio en esas intempestivas horas de la crisálida alba». Antes de que nos diera tiempo a decir «buenas noches», los cabreadísimos propietarios habían tirado la puerta abajo de la acogedora vivienda del Doctor Frusna, empeñados en enseñarnos nosequé «corbata colombiana». Yo, como soy muy clásico en el vestir (siempre llevo la misma camiseta), les expliqué que, si bien les agradecía el detalle, no estaba interesado en adquirir prenda alguna, y menos aún si la tenían que hacer en el momento – uno de los narcos había sacado una navaja que parecía Excalibur -. Tras unos pequeños forcejeos, y más preguntas inquisitorias sobre a qué cártel pertenecíamos – «No, no, – les dije – somos seres en tres dimensiones» -, temía que acabáramos formando parte de algún tipo de fajita gigante, cuando el estimado Frusna, gracias a su extensa cultura (cimentada en películas de Stallone y Chuck Norris), los echó de allí con cajas destempladas. Nunca supuse que una caja destemplada pudiera ser un arma tan efectiva, y eso que estaban vacías…

Después de un reparador sueño (finalmente, Sparky yo dormimos dentro de una caja de herramientas), fuimos a comer con el estimado August Herold Meyer y su encantadora esposa (también es encantadora, pero diferente de la del estimado Frusna). Dado que Meyer se conoce todos los establecimientos de restauración de Madrid, incluído «Corporación Dermoestética», propuso ir a un sitio nuevo que, si bien no conocía personalmente, había escuchado que estaba muy bien en relación calidad/precio: el «Museo del Jamón». Dado que nosotros no teníamos intención de pagar – es lo que tiene viajar sin dinero -, para nosotros el precio ya era fantástico; y respecto a la calidad, siendo Meyer buen comedor (en mi vida lo he visto mancharse comiendo espaguetis boloñesa y no toma la sopa con pajita, como un servidor de Vds.), estábamos seguros de que nuestros estómagos quedarían satisfechos. Lo que no sabíamos es que iban a quedar también como la iglesia donde se casó Lolita, la hija de la Faraona: completamente desbordados.  

[Esta metáfora ha sido patrocinada por la revista «AR».

«AR», la revista para la mujer de hoy que piensa como las mujeres de hace doscientos años]

Ni Casillas, ni Valdés, ni nada: no hay portero en el mundo que tenga el saque que tenemos Sparky y yo. Tales son mis ansias deglutinadoras que en Gamma-3 me llamaban «El agujero negro» (ésa es la verdadera razón, y no aquel estúpido incidente con el tacto rectal). Sin embargo, les puedo asegurar que las cantidades con las que el varipinto personal del «Museo del Jamón» (aquello parecía las Naciones Unidas de la Hostelería) llena los platos podrían ser consideradas como «tentativa de asesinato por empacho». Y ya no les digo nada de la velocidad con que traían los platos; sinceramente, pensé que nos habíamos metido en algún tipo de competición por batir el record Guiness de comer más en el menor tiempo posible. Desafortunadamente, tal celeridad en el servir acarreó algún que otro problema entre los comensales (una turista japonesa falleció ahogada al caerse dentro de un plato de sopa castellana; ahora comprendo porque los camareros visten chaleco: es el salvavidas). Buena compañía, buen yantar y buenas tardes, que seguiremos en el próximo post.

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Un Oompa-Loompa

(Y en el próximo y definitivo capítulo de «Mi viaje a Madrid»: Una velada encantadora. El misterio se resuelve. «In the ghaytto». Una desagradable sorpresa. La Sra. Matilde y «Malditos Bastardos». «Te juro por lo que más quieras que yo no soy un tiranosaurio rex»)