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Ya sé cómo se preparó Christian «Hablo como Terele Pávez» Bale su papel en «El maquinista»:

teniendo un hijo.

Estimados lectores de este su blog, les habla algo que recuerda ligeramente a su humilde anfitrión Grom el Único. Resulta llamativo que yo, que he luchado incansablemente durante meses en las Guerras Braga de Fuego – en las que los Dhlafrraw nos enfrentamos a muerte con los habitantes de la Galaxia Bi-Bi-Bizak por el control del Botijo Que Todo Lo Ve -, haya sido derrotado en tan solo una semana por ese torrente de vitalidad, alegría y deposiciones líquidas – en forma de torrente – que es su amado Niño Estrella. Nunca pensé que una cosa tan dulcemente pequeña fuera tan devastadora: prefiero mil veces luchar con un brazo atado a la espalda de Megan Fox contra un Testigo de Jehová antes que intentar conseguir cambiar un pañal de mi idolatrado hijo. Por suerte para mí – y para la poca salud mental que tenía -, mi Bella Esposa no sólo es atractiva, inteligente y divertida y atractiva, sino que tiene una fuerza de voluntad sobrehumana. Y es que, teniendo en cuenta que en vez de manos, parece que tengo dos servilleteros, allí está presta y solícita para atender las constantes demandas del, según mi parecer (y el de Sparky, Mistetas, los estimados Doctor Frusna y August Herold Meyer y un tipo que se parece a Falete pero en gordo y que inexplicablemente nos apareció colgado del tendedero), niño más precioso del mundo.

Se podría decir que este post está siendo redactado con el innovador método de escritura automática – debido al cansancio, estoy moviendo los dedos sobre el teclado mientras me echo una cabezadita, con la esperanza de que lo escrito resulte legible o, cuando menos, no se parezca en absoluto al estilo de Pérez Reverte -; por ello, les pido disculpas si en algún momento leen Vds. algo que resulte incorrecto estoy hasta los cojones de los fichajes del Madrid o pueda molestar a alguien.

Suponiendo que están Vds. ávidos de información de cómo se desarrolló el feliz alumbramiento, comenzaré diciéndoles que la primera fase tuvo lugar el pasado Domingo 21 de Junio a las 02:34 de la madrugada. En ese justo instante, mi por entonces embarazadísima Bella Esposa y un servidor de Vds. nos encontrábamos a punto de visionar el final de la película «Knowing«, el último trabajo de Alex Proyas (estoy tan cansado que ni se me ocurre hacer un juego de palabras con su apellido), interpretado – es un decir – por Nicolas Cage. En la pantalla, el actor cuyos peluquines tienen vida propia y cada día se parecen más a un mapache borracho estaba soltando un intenso soliloquio – no les diré las circunstancias para no joderles el final de la película (que, por cierto, tiene uno de los planos secuencia más salvajes que he visto en el cine comercial desde hace décadas) – cuando mi Amada Santa puso la misma cara que cuando vio las fotos de Soraya Saenz de Santamaría en «El Mundo». Me miró y soltó como quien no quiere la cosa: «huy, he roto aguas». Pese a que yo ya conocía de la poderosa influencia de las actuaciones de Nicolas Cage en el comportamiento de los seres humanos – conozco casos de personas que perdieron momentaneamente la memoria y parte del vello púbico viendo «City of angels» -, he de reconocer que el anuncio me sorprendió completamente primero, para luego pegarme un ataque de risa histérico, continuar llorando de nervios mientras intentaba ponerme una lámpara de jersey y acabar tirado en el suelo hiperventilando y repitiéndome mantricamente «no soy Leopoldo Abadía, no soy Leopoldo Abadía«. Mientras, mi Bella Esposa se había duchado, vestido, maquillado y me esperaba en la puerta de casa con la canastilla preparada. Una atacada, vamos.

Un taxista que nuestro buen Sparky tuvo a bien detener mordiendo la rueda delantera izquierda nos llevó raudo y veloz a la clínica de maternidad; de momento, las únicas contracciones existentes eran a las cuatro ruedas del vehículo, por lo que la preciosa madre iba relajada al igual que yo, que me encontraba intentado chupar un ambientador de pino que colgaba del espejo retrovisor. Una vez llegamos, entramos los tres (convencimos a la enfermera de que Sparky era un peluche japonés de última generación) y nos instalaron en una cómoda habitación con vistas a un precioso jardín. Sobra decir que por entonces ya me había calmado lo suficiente, gracias a ver a mi Bella Esposa tranquila y al cocktail de tranquilizantes que la enfermera me había inyectado en la sién cuando quise comerme un fluorescente.

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¡Qué beso ni qué narices! ¡Préñala y ya verás como no es capaz de dormir el resto de su vida!

Un aviso para las mujeres que no hayan tenido hijos a día de hoy: las contracciones duelen. Mucho. Y es que, al principio, mi mujercita aguantó perfectamente los movimientos naturales que su útero tuvo a bien llevar a cabo para inaugurar el parto; pero, transcurridas un par de horas, el dolor fue aumentando en proporción directa con el número de huesos rotos de mi mano derecha – incauto de mí, se la ofrecí a mi Amada Santa para intentar calmarla. A punto de perder el conocimiento, me zafé como pude y la cambié por el cuello de Sparky que en ese momento estaba desprevenido. Por suerte, antes de que mi mujer acabara con la vida de nuestro fidelísimo ayudante (más que globos, el pobre tenía zeppelines oculares), llegó la comadrona – que, pese a tener nombre de animal mustélido agresivo, era una cincuentona con gafas y con más maquillaje que en los almacenes de Margaret Astor – y nos comunicó que mi Bella Esposa ya había dilatado lo suficiente – cosa que no me extrañaba con el calor que hacía en aquella habitación -. Una simpática enfermera me pidió que esperara en la habitación, pues me traería «enseguida el pijama de quirófano para bajar al paritorio». Tuve el presentimiento de que quizás el establecimiento médico escogido no fuera tan bueno como pensábamos (¿¡cómo era posible que hubieran contratado a alquien que creía que iba a ponerme a dormir en un momento como ése!?), hasta que Sparky, que se recuperaba como podía – oséase, mal -, me explicó que en la sala de partos hay que vestir prendas esterilizadas de color verde, para hacer juego con los aparatos médicos. Una vez la enfermera me trajo las prendas, me las puse ligeramente nervioso – si no fuera por Sparky, hubiera bajado en calzoncillos con los pantalones a modo de sombrero – y me llevaron al paritorio. Allí me encontré a mi Bella Esposa en un estado de relajación total, sonriente y tranquila. Sin embargo, cuando me senté en un taburete que había a sus espaldas, su estado cambió drasticamente: comenzó a quejarse de nuevo y a sentir dolor y molestias. Yo pensaba que era por mi presencia allí, hasta que la comadrona me explicó que en realidad era que me había apoyado en una vía intravenosa impidiéndole el paso a la epidural (la «epidural» es una droga que le inyectan a las parturientas, principalmente para que no intenten matar a sus maridos por haberlas preñado). Apareció el médico, muy majo y pizpireto – si no fuera porque conocía de antes su profesionalidad, diría que él también llevaba puesta la epidural -, se sentó delante de mi Bella Esposa y dijo «ahí viene»… Y vino.

Yo pensaba que después de ver a un elefante sordomudo interpretar la aria «E lucevan le stelle» de la refinada ópera «Tosca» en el Metropolitan Theatre de Albacete no iba a ver nada más impactante en mi vida. Pero el Niño Estrella saliendo – por fin – del vientre de su madre es la imagen más preciosa que he visto nunca. Y eso pese a que estaba completamente azul (hasta el punto de que pensé que mi mujer había dado a luz un pitufo; luego me explicaron que era por el frío, cosa que me sorprendió, ya que mi Bella Esposa es muy ardiente) y que no tenía dientes – en Gamma-3 los niños al nacer lucen tal dentadura que a los bebés los llamamos «anabelenes» -, ni siquiera que nos saludara cuando la comadrona nos lo acercó…

Es el bebé más bonito del mundo. Y no es que sea el padre, ojo. Bueno, a lo mejor, sí; pero sigo diciendo que es el bebé más bonito del mundo. Vamos, que cada vez que lo veo, el babero me lo tengo que poner yo. ¿He dicho ya que es el bebé más bonito del mundo?

Tras el rápido parto, y por cuestiones de protocolo (de Kyoto), debimos quedarnos dos noches en la clínica. Y he de reconocer que el muchacho nos ha salido tranquilo – desde luego, es hijo mío -: nos deja dormir bastante por la noche, come estupendamente y no ha intentado pegarnos en ningún momento. Claro está, como padres primerizos que somos todavía andamos inquietos con cualquier movimiento que haga (yo, por si acaso, he escondido la bomba de plutonio de bolsillo junto con los productos de limpieza), y cualquier pequeña tos, estornudo o regurgitación nos pone en un estado de alerta naranja al 5% T.A.E. Ya que la naturaleza humana me impide alimentar a nuestro Niño Estrella, reservando tal tarea a los pechos turgentes de mi Bella Esposa, cuando toca comer, siento que pinto menos que una enciclopedia en casa de Belén Esteban; pero en mi afán por sentirme útil me dedico a las tareas del hogar, mandándole a Sparky todo lo que hay que hacer – lo que resulta agotador: hay tantas cosas de las que ocuparse…! -. Eso sí, ya he ejercido como padre humano moderno y le he cambiado un pañal; el problema fue que se lo cambié por una Playstation 2, y padre e hijo hemos salido perdiendo, principalmente yo: es casi imposible jugar al «Call of Duty» con un trozo de plástico manchado de caca bebina.

Una última cosa antes de caer rendido: si alguno de sus hijos, presentes o futuros, es de buen comer y compite en ventosidades con un Camilo José Cela post-fabada, nunca, bajo ningún concepto, se les ocurra decir a sus vecinos que el niño es un «pedo-filo». No lo van a entender, los muy gilipollas.

Seguiremos informando. Hasta entonces, reciban afectadísimos y agotadoríceos mas felicisísisimos saludos, estimados lectoseguidores. 

A todo esto, les presento a nuestro amadísimo Niño Estrella:

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